Nuestra revista

Nº12

EDITORIAL

El Estatuto de Autonomía de Cataluña.

La revista de la Asociación de Abogados del Estado, en su modestia, bien pudiera hacer como el mandatario chino Chu En Lai cuando, preguntado por una delegación de periodistas occidentales acerca de la opinión del Partido Comunista Chino sobre la Revolución Francesa, manifestó: “es un acontecimiento demasiado reciente; no tenemos perspectiva histórica suficiente para pronunciarnos sobre la Revolución Francesa”. Posiblemente no le faltase razón, mas los imperativos mediáticos de comienzos del siglo XXI seguramente nos obligan a decir algo, aunque sea poco, en relación con uno de los debates afectantes a la estructura territorial de España de más calado desde la Constitución de 1978, que ahora mismo ocupa la casi totalidad del espacio de la opinión pública española. Obviamente, se trata del proyecto de Estatuto de Autonomía de Cataluña, admitido a trámite recientemente por el Congreso de los Diputados.
No van a pronunciarse esta Revista ni la Asociación que la edita sobre el sentido del proyectado Estatuto, su orientación, su inserción en el ordenamiento constitucional, ni sobre pormenores de técnica jurídica. Pero sí podemos apuntar, desde el obligado distanciamiento profesional que, valga la paradoja, la revista se impone, algunas ideas generales que a cualquier jurista le suscita el texto ingresado en el Congreso. La mayor parte de ellas, por otro lado, carecen de originalidad, por haber sido apuntadas desde los más variados sectores de opinión.
Por de pronto, un dato, de hecho pero de consecuencias jurídicas de posible relevancia futura por mor del valor del precedente, es su falta de sustancia consensual. La aparente voluntad política mayoritaria que concitó su aprobación es, le pese a quien le pese, de índole exclusivamente territorial, sin extenderse ni un centímetro más allá de los límites de la Comunidad Autónoma a la que pretende regir. Un reglamento, una ley ordinaria, o una ley orgánica, incluso, pueden permitirse el lujo de la verticalidad, del partidismo, de la impronta ideológica. El precio a pagar es -siempre lo ha sido hasta ahora- el de su inmediata reforma o derogación cuando la reversibilidad de las mayorías parlamentarias ha operado. Pensamos, sinceramente, que un Estatuto de Autonomía de las características del que se proyecta no debiera permitirse el lujo de tan exiguo consenso. Prolongar mucho tiempo la cohabitación con demonios familiares de tan amargo regusto, como inevitablemente sucederá si las cosas siguen por la vía que parecen ir, no parece bueno para la salud de la cosa pública española.
La revista y la Asociación que la edita no tienen ideología, en el sentido fuerte del término, lo que no quiere decir -seguramente al contrario- que no gusten de reflexionar sobre la ideología de las normas.
Y no es descabellado decir que un excesivo lastre ideológico en una norma organizativa de tan alto rango como un Estatuto de autonomía, tan agobiante como el que transpira el proyecto de estatuto, posiblemente no sea tampoco bueno para una sociedad (¡Cataluña!) cuya sociedad civil aspira, o aspiraba, o aspiró, a ser vanguardia de libertad en una España hoy felizmente modernizada.
Los últimos años, de la mano del progresivo afianzamiento de las instituciones democráticas, los juristas nos hemos venido acostumbrando, insensiblemente, a trabajar -incluso en los más altos rangos normativos- con normas de portante preponderantemente instrumental, operativas, al servicio muchas veces de políticas determinadas pero no tributarias de un concreto designio ideológico, sino destinadas a servir de cauce o instrumento al pluralismo que la Constitución enmarca como uno de los valores superiores del ordenamiento. Es lógico, por ello, que esos mismos juristas sintamos, por lo menos, un notable desasosiego al contemplar un proyecto normativo de tanta enjundia como un Estatuto de autonomía en el que la palabra Cataluña -la nación catalana- aparece nada más y nada menos que cuatrocientas trece veces, en el que se atribuyen a esa nación facultades volitivas, sensitivas e intelectivas tales como ejercer, afirmar, convivir fraternalmente, ofrecer su amistad, definir hechos históricos, considerar lo que es España (cuatro veces, por cierto, aparece este nombre en el articulado, dos de ellas para referirse al Banco de España, pese a que lo que se entiende como España aparece aludido en muchas más ocasiones con el pudoroso sustitutivo de Estado), y, en fin, por qué omitirlo, determinar cómo debe ser memorizada la historia.
La reiteración de obligaciones, recordatorios, admoniciones, las innecesarias repeticiones en la plasmación de derechos -redundante las más de las veces con los establecidos en la Constitución, aunque con un fumus identitario cuando menos llamativo-, y, en general, el sesgo pactista o trufado de bilateralidad negocial en la definición de gran parte del ejercicio de las políticas y las competencias públicas, conforman un regresivo panorama que -no es aventurado decir- perturbaría quizás un tanto, entre otras cosas a las que no debemos aludir aquí, la intelección de nuestro Derecho público.
Sin duda alguna, la tramitación parlamentaria del proyecto estatutario será una buena ocasión para aunar las voluntades consensuadas y -por qué no- para que luzca el sentido del bien común en el perfeccionamiento y mejora de un Estado y de la nación que lo sustenta en los que nadie pueda sentirse extraño y en los que todos se sientan -nos sintamos- reconocidos y protegidos. Esperemos, con más o con menos convicción, que así sea.
Hecho el breve comentario que precede, la Revista de la Asociación de Abogados del Estado queda abierta, en éste y en los demás temas que más señaladamente afectan al devenir de nuestro país, al debate, al análisis y a la confrontación de opiniones en libertad.

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